Nuestro presi ya tiene un puesto de trabajo asegurado como correveydile de los americanos y el goteo de muertos yankies e hijos de la gran bretaña es constante. Y al igual que en cualquier vulgar dictadura, a los familiares de los muertos se les amenaza:
LA GUERRA DE LOS FAMILIARES
EL GOTEO DE soldados norteamericanos muertos en Irak está exacerbando las críticas por un conflicto sin final previsible. Aunque la guerra de Vietnam no es apropiada para explicar las bajas por la resistencia iraquí, el nerviosismo se extiende en EEUU
MARIA RAMIREZ. Nueva York
Son las siete de la mañana de un sábado cuando suena el teléfono.Al otro lado, una voz impaciente, aunque muy educada, se presenta como la tía de un soldado en Irak. Llama desde su oficina vacía de Manhattan, desde un teléfono donde cree que la línea no está interceptada.
A ella hay que convertirla en V.P., y a su sobrino de 21 años en «un latino de la Guardia Nacional». V.P. teme represalias. En la última reunión militar, un oficial advirtió a las familias acerca de las consecuencias para sus «niños» en Irak si «hablaban demasiado»; si ella contaba cómo los reclutadores engañaron a su sobrino, cómo le dijeron que la Guardia Nacional no salía del país, cómo tuvo que pasar de un trabajo de oficina a la primera línea de combate en sólo seis meses, cómo está incomunicado, cómo iba a volver en mayo, después, en julio, y ahora puede que en noviembre o el año que viene. «El Gobierno dijo que la guerra se había terminado. Han metido la pata hasta el fondo y no lo quieren admitir», dice V.P., deprisa, entre algún sollozo interrumpido.
Su voz agitada, que salta del español al inglés cuando se enfada, no se parece mucho a la de un sesentón haitiano llamado Renisse Philippe. Pero sus miedos sí. «El Ejército no me permite conceder más entrevistas», contestó él unos días antes, desde su casa de Nueva Jersey. Gladimir era su hijo. Era, porque los helicópteros del Ejército estadounidense encontraron su cadáver tiroteado hace dos semanas en una cuneta al noroeste de Bagdad.
Cada día, Renisse solía encender la televisión para ver las noticias, y cada día veía el subtítulo pasar corriendo en la pantalla de la CNN con la cifra de otro muerto en Irak. Hasta que las letras le tocaron a su hijo y él se atrevió a gritarlo: «El Gobierno dice que la guerra ha terminado, pero la guerra no ha terminado, eso es lo que digo yo. La gente muere cada día». Ahora toca el silencio para Renisse, por orden militar.
A veces, sin embargo, cuando en tiempo de guerra se invierte el orden natural, cuando los padres entierran a los hijos, los riesgos de la vida cotidiana aparecen de pronto muy relativos. Eso ha debido de pensar Fernando Suárez del Solar desde aquel día de abril en que enterró en Escondido, California, a su hijo Jesús, de 20 años, muerto por una granada americana. El padre cantaba el himno mexicano, todo vestido de blanco, el color símbolo de la paz, cuando un militar de los marines se le acercó. No quería saber cómo estaba, ni ofrecerle ayuda psicológica, no quería oír la historia de Jesús, ni la de su bebé ahora huérfano, Erik, ni la de su esposa, casi una adolescente. No le interesaban los detalles de por qué habían emigrado hace sólo seis años, o si el verdadero sueño de Jesús era luchar contra el narcotráfico que mataba a su México.
El marine quería que Fernando callara, que dejara de hablar con los periodistas, los congresistas y los vecinos. El Ejército pagaría todos los gastos del sepelio de Jesús en un cementerio no militar, en contra de lo que ofrecían los marines. Él tendría que dejar de criticar al Gobierno y resignarse con las tres o cuatro cartas de Jesús, escritas en pedazos de cartón, aquellos contenedores desechados de comida, aquellos trozos de cartón donde su hijo pedía papel higiénico y folios.
Nunca recibió los folios ni el papel higiénico; los envíos de su familia nunca llegaron. Los marines no ayudaron a sus padres a encontrar su dirección, y todos los paquetes volvieron a Escondido con el sello de «destinatario desconocido».
Y Jesús ni siquiera cuenta, según los datos oficiales del Ejército estadounidense, como muerto en la guerra de Irak.Falleció tras estallar una granada en su campo militar a las afueras de Bagdad.No entra en la categoría del Pentágono de baja «por fuego hostil», parte de la terminología acuñada para jugar con las cifras y para que las agencias de noticias hablen de 25 muertos en lugar de 60.
CALCULOS DEL PENTAGONO
Desde que empezó la guerra, han muerto al menos 217 soldados estadounidenses en Irak y cerca de 75 desde que el 1 de mayo el presidente George W. Bush declaró su final oficial, literalmente a bombo y platillo, desde un portaaviones. Para el Pentágono, las cifras se convierten en otras por sus cálculos selectivos: 145, desde que comenzó la guerra y 31 desde que terminó. Sólo se consideran las bajas por fuego hostil; si se trata de un accidente, por ejemplo en una huida o en una operación de rescate, no cuenta; si es «fuego amigo», tampoco; si un soldado muere en el hospital días después, entra en una categoría distinta; si pertenecía a las fuerzas especiales, su muerte es un secreto.
Y los civiles no existen. Según las estimaciones, cerca de 7.000 civiles han muerto a causa de la guerra en Irak, pero el Pentágono ni siquiera se molesta en confirmar o desmentir: «Nosotros no contamos cuerpos», dijo el general Tommy Franks.
«¡Cuántos accidentes hay de pronto en Irak!», exclama Paul Wolf, veterano de Vietnam, además de músico y documentalista, que observa la misma «ocultación o manipulación de información» que él vivió hace 30 años. «Cuanto más tiempo estábamos, más profundamente nos metíamos. No podíamos salir. Hicimos muchas promesas, pero no las cumplimos. Destrozamos un país. Y eso mismo pasará en Irak. Ya está pasando».
Las cifras alejan los dos conflictos. Hasta 58.000 americanos murieron en Vietnam en una guerra que duró 11 años y en un tiempo con un armamento mucho menos sofisticado. Las comparaciones desatan la furia del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld: «¿Vietnam? Hay demasiadas viñetas por ahí que dicen: "¿Es ya Vietnam?", porque esperan que lo sea o se preguntan si lo es. Y no lo es», dijo enfrentándose a los periodistas hace 10 días. Pero la oscuridad del Gobierno, los ataques con estilo de guerrilla de la resistencia iraquí y el «cenagal» (quagmire) que está alargando la estancia de las tropas americanas siguen recordando al peor conflicto de la Historia estadounidense.
SIMILITUDES OBVIAS
«Hay similitudes obvias, en términos del desarrollo de un gobierno legítimo y la eliminación de los ataques contra las tropas americanas», explica el director del think-tank de Defensa Global Security, John Pike. «La diferencia es que sabemos cómo terminó Vietnam, pero no sabemos cómo terminará Irak. Puede calmarse en los próximos meses o empeorar muchísimo». Las previsiones más optimistas ya calculan cinco años de ocupación. «EEUU no puede simplemente marcharse de Irak. El petróleo da a quien gobierne Irak demasiado poder como para jugárselo a cara o cruz».
Ya a finales de marzo, James Webb, secretario de Marina con Ronald Reagan -poco sospechoso de progresista- y ex combatiente en Vietnam, escribía en el New York Times: «Las noticias de Nasiriya nos dan un panorama de una caótica guerra de guerrillas, repleta de emboscadas, civiles muertos, bajas por fuego amigo y marines desaparecidos... No es diferente de lo que nuestras tropas afrontaron en áreas difíciles como Vietnam».
La resistencia del pueblo liberado es otro recordatorio de cómo la Historia se repite a sí misma. «La situación actual me recuerda a cuando volví a Vietnam por segunda vez en 1971», cuenta el músico Wolf. «Entonces me di cuenta de una hostilidad que no había sentido en mi experiencia la primera vez, cuando estuve en 1969. Mucha gente quería que nos fuéramos, que no ocupáramos su país. Ya estamos viendo eso ahora en Irak».
«Los iraquíes no los quieren. Se están volviendo contra ellos.Esto va a ser otro Mogadiscio», decía también V.P. en aquella llamada telefónica inquietante. Si no es Vietnam, será Somalia, donde 18 soldados murieron cuando trataban de liberar al país africano, y donde los americanos mataron entre 500 y 1.000 somalíes en una batalla en la capital.
Una de las imágenes más repetidas por los medios estadounidenses es la de las fuerzas de su país ayudando a los niños iraquíes.Un marine con una niña huérfana en los brazos era la foto de portada del New York Times una semana después del comienzo de la guerra. Ahora, los mismos soldados relatan una historia diferente.
Christopher Monte, 23 años, en Irak desde marzo, le cuenta a su hermana que a los soldados no les está permitido acercarse a los niños. Los ve en la carretera, acariciándose el estómago, lamentándose, y la mayor parte de las veces no puede ni pararse.«Lo tienen terminantemente prohibido», explica desde Maryland su hermana Veronica Quiñones. Christopher trata de saltarse las normas, aun a riesgo de recibir otra bronca en medio de una tensión creciente. «Había mucha gente pidiendo y muchas malas caras también.Le di a un niño de 3 años algo de comer y a su hermana, que tenía unos 6. Me recordaron a ti y a mí», le escribe a Veronica en el único e-mail que ha logrado mandarle en semanas, arrancando unos segundos el ordenador de un general. Desde que se fueron los periodistas, está desconectado.
Su hermana prepara otro paquete para mandar a Romelia, la novia de Christopher, también en la guerra. Está en Bagdad, pero no tiene ducha ni papel higiénico ni comida ni agua potable. Veronica reúne 14 kilos en papel higiénico, tampones y barritas de comida.Mientras, en Bagdad, todo sigue igual: «Una comida al día y quemando nuestra caca», escribe Romelia.
Las lamentaciones sobre la disentería, los piojos, los 50 grados con equipo no preparado para el desierto y la incomunicación a veces absoluta se repiten casi con idénticas palabras entre los familiares de soldados distribuidos por Irak, en ciudades y desiertos.
«El Ejército los trata a patadas», relata Veronica. «Yo ya estoy acostumbrada. Mi marido se salió en abril, después de ocho años aguantando. Él se enroló porque no tenía dinero para ir a la universidad».
BECAS Y ATENCION MÉDICA
Tal vez, ésta sea la gran diferencia con Vietnam, y la única que no se le ocurriría mencionar a Rumsfeld. Aquélla fue la última guerra con servicio militar obligatorio, eliminado hace exactamente 30 años. En EEUU, quien va al Ejército lo hace ahora porque quiere.O quizás porque quiere sobrevivir y no tiene otra alternativa en un país donde el sistema militar es lo más parecido al Estado del Bienestar: da un trabajo, y sobre todo servicios sanitarios, becas universitarias y protección social.
Para Christopher, de 23 años, nieto de inmigrantes, era una manera de salir adelante. Para Ignacio Quiñones, puertorriqueño, la única forma de pagarse los estudios de Medicina. Para Cody Camacho, de 20 años, y aunque esté en contra de la política exterior de su país, una oportunidad de independencia y seguridad social permanente. Para George y Joseph Heath, de 25 y 23 años, la única manera de estudiar Informática e Historia, ya que sus padres no pueden trabajar por incapacidad. Su madre, Dee Ann, se pregunta por qué su Gobierno gasta el dinero en que sus hijos vayan a matar, mientras a ella se le niega un cojín para su silla de ruedas por recortes presupuestarios. Para Jacob Merino, de 28 años, la sola posibilidad de estudiar y salir adelante en el Bronx de Nueva York. Para Michael, de 19 años, indioamericano, una vía para tener alguna oportunidad fuera de Oregón, donde su madre no hubiera podido permitirse el lujo de mandarlo a la universidad. Él es de los próximos, y le toca marcharse en septiembre.
«Los chicos que están en Irak no tienen sueños militares, sino sueños de estudios», protesta Fernando Suárez. Desde que murió su hijo se ha convertido en activista por la paz y, sobre todo, contra los «chantajes psicológicos y sociales» de los militares.Acaba de crear un fondo de ayuda para los militares hispanos, la Fundación Jesús Alberto Suárez, y está decidido a recorrer escuelas y universidades, como hacen los reclutadores, aunque con un mensaje opuesto: «No es justo que les digan: "Tus padres son pobres, indocumentados. Qué va ser de tu vida, tirado en la calle"».
El despertar es a veces brusco, en mitad de una guerra de pronto más complicada e impopular. Nick Boteler, de 19 años, pensaba que no sería tan distinto de los boy-scouts de Arizona. «Nadie debería tener tanto poder, mamá, para hacerle esto a un país», escribe en una de las pocas cartas que ha conseguido mandar.«Volveré, de alguna manera, en algún momento».
El artículo es de El Mundo.